Un nuevo amigo
Confusión

Una pequeña isla desierta. Un hombre de mediana edad camina solo por la orilla del mar.
Durante muchos años trabajó fuera de la isla, y ahora es un padre de familia con una esposa amorosa y unos hijos adorables.
Agotado por la rutina y las innumerables responsabilidades, decidió volver a su antiguo hogar en busca de un respiro, de una pequeña sensación de libertad.

Su pueblo natal solía ser una comunidad isleña llena de vida.
Pero con el paso del tiempo, los jóvenes se marcharon al continente y el último anciano que cuidaba la isla falleció hace años.
Ahora, lo único que se escucha son las olas rompiendo contra las rocas y el canto de las aves que surcan el cielo.
No hay voces humanas, ni huellas, ni rastro alguno de vida.

Mientras caminaba con una mezcla de vacío y melancolía, de pronto recordó a una persona.
Alguien que deseaba ver aunque fuera una vez más.
Una persona querida.
Un recuerdo querido.


.
.
.


“¡Noel~~~!”

Entre los matorrales, un pequeño niño se esconde: es Noel.
Travieso y lleno de energía, Noel siempre está metido en líos, tanto dentro como fuera de casa, y es bien conocido por todos los ancianos del pueblo.
Su padre salía cada madrugada al mar a pescar, y su madre se encargaba de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos.

Aquella vez, tras alguna nueva travesura, su madre lo perseguía dejando a un lado las tareas domésticas, y Noel corría ágilmente entre los caminos tratando de escapar.
Encontró un arbusto cerca de la playa y, como siempre, decidió quedarse allí hasta que el enfado de su madre pasara.

El calor del sol fue cerrando poco a poco sus párpados, y finalmente se quedó dormido.
No se sabe cuánto tiempo pasó cuando escuchó una voz familiar:
“¡Más adentro, más adentro!”
Era su padre, que regresaba del mar.
Aún medio dormido y sin recordar por qué se escondía, Noel caminó tambaleante hacia el sonido.

Allí estaba su padre, y junto a él un hombre al que nunca había visto, acompañado de un niño que se escondía tímidamente detrás de su ropa.
En aquella aldea donde no había otros niños de su edad, la aparición del nuevo chico llenó a Noel de alegría.

Corrió hacia su padre para abrazarlo.
El hombre desconocido le sonrió amablemente y le habló con voz cálida, presentándole al niño que lo acompañaba: se llamaba Gabriel.
Era su hijo, y el nieto de la anciana que vivía en el extremo sur de la isla.
Noel quería hablar con él, pero la timidez de Gabriel hacía difícil escuchar su voz.

A la mañana siguiente, como de costumbre, Noel salió a caminar por la playa.
A lo lejos, distinguió una pequeña silueta: era Gabriel, mirando el horizonte, pensativo.
Esta vez, Noel decidió acercarse sin que él se diera cuenta, decidido a hacerse su amigo.
“¡Boo!”
Gabriel dio un salto, sorprendido, y al girarse vio el rostro risueño y travieso de Noel.

Sin saber cómo reaccionar, sonrió tímidamente mientras observaba sus gestos.
Desde entonces, Noel siguió hablándole y gastándole bromas; tal vez por esa sinceridad insistente, poco a poco Gabriel empezó a abrirle su corazón.

Cuando amanecía, la playa se convertía en su gran campo de juegos, y los pequeños objetos que el mar arrastraba eran sus juguetes.
Las risas de los dos niños llenaron aquel pueblo silencioso, y con el tiempo comenzaron a parecerse el uno al otro.


.
.
.


Una noche, bajo la luz de una luna brillante, Noel recordó de repente un regalo que aún no había entregado a Gabriel.
Después de cenar, se levantó con pasos ligeros y se dirigió hacia la casa de la abuela de Gabriel.

Pero cuanto más se acercaba, más fuerte oía un llanto.
Preocupado, siguió el sonido hasta llegar al patio de la casa de Gabriel.
Sorprendido, se escondió tras una gran vasija y miró con cautela hacia el interior.

Lo que vio lo dejó paralizado.
El padre de Gabriel sostenía su brazo y le inyectaba algo, mientras la abuela, con el rostro lleno de tristeza, le apretaba la mano.
Y Gabriel… lloraba desconsolado, retorciéndose de dolor.
Fue la primera vez que Noel vio lágrimas en los ojos de su amigo.
Su cuerpo se tensó, se le secó la garganta, y sin saber qué hacer, huyó corriendo de allí.

El sonido de sus pasos resonó con fuerza en el suelo.
Gabriel, al escucharlo, comprendió de inmediato que era Noel.
Salió corriendo hacia el patio con los ojos aún húmedos.
En el suelo quedaba un pequeño paquete envuelto —el regalo— y unas diminutas huellas que se alejaban.
No quería que Noel se preocupara, quería mantener su secreto, pero al mismo tiempo no podía dejarlo ir así.

Esa misma noche, Gabriel corrió hacia la casa de Noel.
Respirando con dificultad, golpeó la puerta con todas sus fuerzas.


.
.
.


“Toc, toc, toc.”

Volver al listado
Un nuevo amigo
Confusión

Una pequeña isla desierta. Un hombre de mediana edad camina solo por la orilla del mar.
Durante muchos años trabajó fuera de la isla, y ahora es un padre de familia con una esposa amorosa y unos hijos adorables.
Agotado por la rutina y las innumerables responsabilidades, decidió volver a su antiguo hogar en busca de un respiro, de una pequeña sensación de libertad.

Su pueblo natal solía ser una comunidad isleña llena de vida.
Pero con el paso del tiempo, los jóvenes se marcharon al continente y el último anciano que cuidaba la isla falleció hace años.
Ahora, lo único que se escucha son las olas rompiendo contra las rocas y el canto de las aves que surcan el cielo.
No hay voces humanas, ni huellas, ni rastro alguno de vida.

Mientras caminaba con una mezcla de vacío y melancolía, de pronto recordó a una persona.
Alguien que deseaba ver aunque fuera una vez más.
Una persona querida.
Un recuerdo querido.


.
.
.


“¡Noel~~~!”

Entre los matorrales, un pequeño niño se esconde: es Noel.
Travieso y lleno de energía, Noel siempre está metido en líos, tanto dentro como fuera de casa, y es bien conocido por todos los ancianos del pueblo.
Su padre salía cada madrugada al mar a pescar, y su madre se encargaba de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos.

Aquella vez, tras alguna nueva travesura, su madre lo perseguía dejando a un lado las tareas domésticas, y Noel corría ágilmente entre los caminos tratando de escapar.
Encontró un arbusto cerca de la playa y, como siempre, decidió quedarse allí hasta que el enfado de su madre pasara.

El calor del sol fue cerrando poco a poco sus párpados, y finalmente se quedó dormido.
No se sabe cuánto tiempo pasó cuando escuchó una voz familiar:
“¡Más adentro, más adentro!”
Era su padre, que regresaba del mar.
Aún medio dormido y sin recordar por qué se escondía, Noel caminó tambaleante hacia el sonido.

Allí estaba su padre, y junto a él un hombre al que nunca había visto, acompañado de un niño que se escondía tímidamente detrás de su ropa.
En aquella aldea donde no había otros niños de su edad, la aparición del nuevo chico llenó a Noel de alegría.

Corrió hacia su padre para abrazarlo.
El hombre desconocido le sonrió amablemente y le habló con voz cálida, presentándole al niño que lo acompañaba: se llamaba Gabriel.
Era su hijo, y el nieto de la anciana que vivía en el extremo sur de la isla.
Noel quería hablar con él, pero la timidez de Gabriel hacía difícil escuchar su voz.

A la mañana siguiente, como de costumbre, Noel salió a caminar por la playa.
A lo lejos, distinguió una pequeña silueta: era Gabriel, mirando el horizonte, pensativo.
Esta vez, Noel decidió acercarse sin que él se diera cuenta, decidido a hacerse su amigo.
“¡Boo!”
Gabriel dio un salto, sorprendido, y al girarse vio el rostro risueño y travieso de Noel.

Sin saber cómo reaccionar, sonrió tímidamente mientras observaba sus gestos.
Desde entonces, Noel siguió hablándole y gastándole bromas; tal vez por esa sinceridad insistente, poco a poco Gabriel empezó a abrirle su corazón.

Cuando amanecía, la playa se convertía en su gran campo de juegos, y los pequeños objetos que el mar arrastraba eran sus juguetes.
Las risas de los dos niños llenaron aquel pueblo silencioso, y con el tiempo comenzaron a parecerse el uno al otro.


.
.
.


Una noche, bajo la luz de una luna brillante, Noel recordó de repente un regalo que aún no había entregado a Gabriel.
Después de cenar, se levantó con pasos ligeros y se dirigió hacia la casa de la abuela de Gabriel.

Pero cuanto más se acercaba, más fuerte oía un llanto.
Preocupado, siguió el sonido hasta llegar al patio de la casa de Gabriel.
Sorprendido, se escondió tras una gran vasija y miró con cautela hacia el interior.

Lo que vio lo dejó paralizado.
El padre de Gabriel sostenía su brazo y le inyectaba algo, mientras la abuela, con el rostro lleno de tristeza, le apretaba la mano.
Y Gabriel… lloraba desconsolado, retorciéndose de dolor.
Fue la primera vez que Noel vio lágrimas en los ojos de su amigo.
Su cuerpo se tensó, se le secó la garganta, y sin saber qué hacer, huyó corriendo de allí.

El sonido de sus pasos resonó con fuerza en el suelo.
Gabriel, al escucharlo, comprendió de inmediato que era Noel.
Salió corriendo hacia el patio con los ojos aún húmedos.
En el suelo quedaba un pequeño paquete envuelto —el regalo— y unas diminutas huellas que se alejaban.
No quería que Noel se preocupara, quería mantener su secreto, pero al mismo tiempo no podía dejarlo ir así.

Esa misma noche, Gabriel corrió hacia la casa de Noel.
Respirando con dificultad, golpeó la puerta con todas sus fuerzas.


.
.
.


“Toc, toc, toc.”

Volver al listado
Un nuevo amigo
Confusión

Una pequeña isla desierta. Un hombre de mediana edad camina solo por la orilla del mar.
Durante muchos años trabajó fuera de la isla, y ahora es un padre de familia con una esposa amorosa y unos hijos adorables.
Agotado por la rutina y las innumerables responsabilidades, decidió volver a su antiguo hogar en busca de un respiro, de una pequeña sensación de libertad.

Su pueblo natal solía ser una comunidad isleña llena de vida.
Pero con el paso del tiempo, los jóvenes se marcharon al continente y el último anciano que cuidaba la isla falleció hace años.
Ahora, lo único que se escucha son las olas rompiendo contra las rocas y el canto de las aves que surcan el cielo.
No hay voces humanas, ni huellas, ni rastro alguno de vida.

Mientras caminaba con una mezcla de vacío y melancolía, de pronto recordó a una persona.
Alguien que deseaba ver aunque fuera una vez más.
Una persona querida.
Un recuerdo querido.


.
.
.


“¡Noel~~~!”

Entre los matorrales, un pequeño niño se esconde: es Noel.
Travieso y lleno de energía, Noel siempre está metido en líos, tanto dentro como fuera de casa, y es bien conocido por todos los ancianos del pueblo.
Su padre salía cada madrugada al mar a pescar, y su madre se encargaba de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos.

Aquella vez, tras alguna nueva travesura, su madre lo perseguía dejando a un lado las tareas domésticas, y Noel corría ágilmente entre los caminos tratando de escapar.
Encontró un arbusto cerca de la playa y, como siempre, decidió quedarse allí hasta que el enfado de su madre pasara.

El calor del sol fue cerrando poco a poco sus párpados, y finalmente se quedó dormido.
No se sabe cuánto tiempo pasó cuando escuchó una voz familiar:
“¡Más adentro, más adentro!”
Era su padre, que regresaba del mar.
Aún medio dormido y sin recordar por qué se escondía, Noel caminó tambaleante hacia el sonido.

Allí estaba su padre, y junto a él un hombre al que nunca había visto, acompañado de un niño que se escondía tímidamente detrás de su ropa.
En aquella aldea donde no había otros niños de su edad, la aparición del nuevo chico llenó a Noel de alegría.

Corrió hacia su padre para abrazarlo.
El hombre desconocido le sonrió amablemente y le habló con voz cálida, presentándole al niño que lo acompañaba: se llamaba Gabriel.
Era su hijo, y el nieto de la anciana que vivía en el extremo sur de la isla.
Noel quería hablar con él, pero la timidez de Gabriel hacía difícil escuchar su voz.

A la mañana siguiente, como de costumbre, Noel salió a caminar por la playa.
A lo lejos, distinguió una pequeña silueta: era Gabriel, mirando el horizonte, pensativo.
Esta vez, Noel decidió acercarse sin que él se diera cuenta, decidido a hacerse su amigo.
“¡Boo!”
Gabriel dio un salto, sorprendido, y al girarse vio el rostro risueño y travieso de Noel.

Sin saber cómo reaccionar, sonrió tímidamente mientras observaba sus gestos.
Desde entonces, Noel siguió hablándole y gastándole bromas; tal vez por esa sinceridad insistente, poco a poco Gabriel empezó a abrirle su corazón.

Cuando amanecía, la playa se convertía en su gran campo de juegos, y los pequeños objetos que el mar arrastraba eran sus juguetes.
Las risas de los dos niños llenaron aquel pueblo silencioso, y con el tiempo comenzaron a parecerse el uno al otro.


.
.
.


Una noche, bajo la luz de una luna brillante, Noel recordó de repente un regalo que aún no había entregado a Gabriel.
Después de cenar, se levantó con pasos ligeros y se dirigió hacia la casa de la abuela de Gabriel.

Pero cuanto más se acercaba, más fuerte oía un llanto.
Preocupado, siguió el sonido hasta llegar al patio de la casa de Gabriel.
Sorprendido, se escondió tras una gran vasija y miró con cautela hacia el interior.

Lo que vio lo dejó paralizado.
El padre de Gabriel sostenía su brazo y le inyectaba algo, mientras la abuela, con el rostro lleno de tristeza, le apretaba la mano.
Y Gabriel… lloraba desconsolado, retorciéndose de dolor.
Fue la primera vez que Noel vio lágrimas en los ojos de su amigo.
Su cuerpo se tensó, se le secó la garganta, y sin saber qué hacer, huyó corriendo de allí.

El sonido de sus pasos resonó con fuerza en el suelo.
Gabriel, al escucharlo, comprendió de inmediato que era Noel.
Salió corriendo hacia el patio con los ojos aún húmedos.
En el suelo quedaba un pequeño paquete envuelto —el regalo— y unas diminutas huellas que se alejaban.
No quería que Noel se preocupara, quería mantener su secreto, pero al mismo tiempo no podía dejarlo ir así.

Esa misma noche, Gabriel corrió hacia la casa de Noel.
Respirando con dificultad, golpeó la puerta con todas sus fuerzas.


.
.
.


“Toc, toc, toc.”

Volver al listado
Un nuevo amigo
Confusión

Una pequeña isla desierta. Un hombre de mediana edad camina solo por la orilla del mar.
Durante muchos años trabajó fuera de la isla, y ahora es un padre de familia con una esposa amorosa y unos hijos adorables.
Agotado por la rutina y las innumerables responsabilidades, decidió volver a su antiguo hogar en busca de un respiro, de una pequeña sensación de libertad.

Su pueblo natal solía ser una comunidad isleña llena de vida.
Pero con el paso del tiempo, los jóvenes se marcharon al continente y el último anciano que cuidaba la isla falleció hace años.
Ahora, lo único que se escucha son las olas rompiendo contra las rocas y el canto de las aves que surcan el cielo.
No hay voces humanas, ni huellas, ni rastro alguno de vida.

Mientras caminaba con una mezcla de vacío y melancolía, de pronto recordó a una persona.
Alguien que deseaba ver aunque fuera una vez más.
Una persona querida.
Un recuerdo querido.


.
.
.


“¡Noel~~~!”

Entre los matorrales, un pequeño niño se esconde: es Noel.
Travieso y lleno de energía, Noel siempre está metido en líos, tanto dentro como fuera de casa, y es bien conocido por todos los ancianos del pueblo.
Su padre salía cada madrugada al mar a pescar, y su madre se encargaba de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos.

Aquella vez, tras alguna nueva travesura, su madre lo perseguía dejando a un lado las tareas domésticas, y Noel corría ágilmente entre los caminos tratando de escapar.
Encontró un arbusto cerca de la playa y, como siempre, decidió quedarse allí hasta que el enfado de su madre pasara.

El calor del sol fue cerrando poco a poco sus párpados, y finalmente se quedó dormido.
No se sabe cuánto tiempo pasó cuando escuchó una voz familiar:
“¡Más adentro, más adentro!”
Era su padre, que regresaba del mar.
Aún medio dormido y sin recordar por qué se escondía, Noel caminó tambaleante hacia el sonido.

Allí estaba su padre, y junto a él un hombre al que nunca había visto, acompañado de un niño que se escondía tímidamente detrás de su ropa.
En aquella aldea donde no había otros niños de su edad, la aparición del nuevo chico llenó a Noel de alegría.

Corrió hacia su padre para abrazarlo.
El hombre desconocido le sonrió amablemente y le habló con voz cálida, presentándole al niño que lo acompañaba: se llamaba Gabriel.
Era su hijo, y el nieto de la anciana que vivía en el extremo sur de la isla.
Noel quería hablar con él, pero la timidez de Gabriel hacía difícil escuchar su voz.

A la mañana siguiente, como de costumbre, Noel salió a caminar por la playa.
A lo lejos, distinguió una pequeña silueta: era Gabriel, mirando el horizonte, pensativo.
Esta vez, Noel decidió acercarse sin que él se diera cuenta, decidido a hacerse su amigo.
“¡Boo!”
Gabriel dio un salto, sorprendido, y al girarse vio el rostro risueño y travieso de Noel.

Sin saber cómo reaccionar, sonrió tímidamente mientras observaba sus gestos.
Desde entonces, Noel siguió hablándole y gastándole bromas; tal vez por esa sinceridad insistente, poco a poco Gabriel empezó a abrirle su corazón.

Cuando amanecía, la playa se convertía en su gran campo de juegos, y los pequeños objetos que el mar arrastraba eran sus juguetes.
Las risas de los dos niños llenaron aquel pueblo silencioso, y con el tiempo comenzaron a parecerse el uno al otro.


.
.
.


Una noche, bajo la luz de una luna brillante, Noel recordó de repente un regalo que aún no había entregado a Gabriel.
Después de cenar, se levantó con pasos ligeros y se dirigió hacia la casa de la abuela de Gabriel.

Pero cuanto más se acercaba, más fuerte oía un llanto.
Preocupado, siguió el sonido hasta llegar al patio de la casa de Gabriel.
Sorprendido, se escondió tras una gran vasija y miró con cautela hacia el interior.

Lo que vio lo dejó paralizado.
El padre de Gabriel sostenía su brazo y le inyectaba algo, mientras la abuela, con el rostro lleno de tristeza, le apretaba la mano.
Y Gabriel… lloraba desconsolado, retorciéndose de dolor.
Fue la primera vez que Noel vio lágrimas en los ojos de su amigo.
Su cuerpo se tensó, se le secó la garganta, y sin saber qué hacer, huyó corriendo de allí.

El sonido de sus pasos resonó con fuerza en el suelo.
Gabriel, al escucharlo, comprendió de inmediato que era Noel.
Salió corriendo hacia el patio con los ojos aún húmedos.
En el suelo quedaba un pequeño paquete envuelto —el regalo— y unas diminutas huellas que se alejaban.
No quería que Noel se preocupara, quería mantener su secreto, pero al mismo tiempo no podía dejarlo ir así.

Esa misma noche, Gabriel corrió hacia la casa de Noel.
Respirando con dificultad, golpeó la puerta con todas sus fuerzas.


.
.
.


“Toc, toc, toc.”

Volver al listado
Volver al listado