Olvidado
[Opresión silente]

Al salir de la protección que era la escuela y empezar por fin a sostenerse sola, ante ella se desplegaba una pradera inmensa. Aunque había iniciado su aventura con un objetivo abstracto propio, no existía un camino claro ni alguien que la guiara. Eran tiempos solitarios en los que debía buscar su rumbo y caminar únicamente con sus propios pasos.

Como ya no tenía necesidad de permanecer cerca de la universidad, regresó a la casa familiar. No tenía título, ni dinero; lo único que poseía era el tiempo. Con ese tiempo debía aferrarse a la pasión, reunir el capital necesario, y por eso trabajó en un banco, en una cafetería y en una fábrica, juntando dinero sin descanso. Al llegar a casa después de cada jornada, agotada, se dejaba caer al suelo para recuperar el aliento.

En esos momentos de silencio, a menudo quedaba atrapada en sus pensamientos. Lo más doloroso era no conocerse a sí misma. Vivir siendo ella y, aun así, no saber quién era resultaba confuso. En el proceso de avanzar hacia el futuro, no comprender su identidad hacía que toda decisión fuera incierta. Tenía que entender quién era.

Desde pequeña había nacido con una naturaleza alegre y sentía gran curiosidad por el mundo. Todas las formas y colores que veía la atraían, y los sonidos cercanos de la música eran la llave para sumergirse en su propio universo. También le había encantado imaginar desde niña, y cuando lo hacía, en su mente se desplegaban mundos nuevos.

Aquel universo a veces era complejo y otras veces simple, habitado por almas inexistentes y lenguas incomprensibles. Estaba lleno de colores que emanaban misterio, y ella jugaba junto a ellos. Así fue como empezó a sentir pasión por pintar, fotografiar o escribir relatos: cosas sin una única respuesta, que podía desarrollar a su manera.

De niña quería tantas cosas, le gustaban tantas otras, que al pensar en su futuro se llenaba de emoción y deseaba crecer rápido. Soñaba con ser aventurera y explorar lo desconocido, escritora que plasmara su imaginación, o fotógrafa que capturara la belleza y la oscuridad del mundo. Lo que fuera, siempre que hubiera libertad. En ese mundo libre, ella brillaba con confianza y esperanza desbordante.

Pero, a medida que avanzaban los cursos, todo cambió. Aunque cada persona poseía su propia diversidad y creatividad, la sociedad comenzó a medirlo todo con sus propias reglas. Sin considerar la individualidad, obligaban a todos a sentarse en los mismos pupitres y estudiar lo mismo. Los que quedaban atrás eran marcados como fracasados. Y eso ni siquiera era lo peor. Lo más grave era que, bajo ese sistema, su autoestima se derrumbaba cada vez más, hundiéndose en lo profundo.

La pesadumbre que la oprimía, la culpa de haber fallado otra vez. Más allá de si era buena o no en algo, el miedo comenzó a crecer incluso hacia lo que amaba. Así, antes de intentarlo de verdad, ella misma establecía sus propios límites. Cada vez que surgía la idea de lanzarse a algo nuevo, ese miedo al fracaso bloqueaba el camino. Giraba alrededor de esa línea invisible, atrapada en su propio malestar, y aquella línea se mantenía firme.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue adaptando a la sociedad. Jugaba y reía con amigos, tomaba la iniciativa en tareas, y a simple vista parecía volver a ser la chica alegre y vivaz de antes. Todo parecía estar bien. Pero, sin darse cuenta, dentro de ella había aparecido un pequeño agujero. Con el paso de los días, ese agujero creció hasta convertirse en parte de su ser, sin desaparecer ni aumentar más.

Cuando estaba con otros no se notaba, pero al quedarse sola surgía ese espacio vacío. Era un vacío imposible de llenar, grisáceo, que adoptaba la forma de otra vida. Una vida adaptada a la sociedad real: cierta dosis de malicia para encajar, insensibilidad que buscaba lo conocido en lugar de la emoción, habilidad para sortear situaciones, y frialdad que no se dejaba arrastrar por otros. Así su vida se volvió tranquila, plana, empujada por el tiempo que fluía sin cesar.

¿Quién era la verdadera ella? La figura brillante y confiada con los demás, o la sombría y contenida cuando estaba sola. La distancia entre ambas era enorme, pero las dos eran ella. Esa contradicción interna soplaba con más fuerza, y cuando al fin se atrevió a mirar dentro de sí misma, se encontró con la verdad olvidada.

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Al salir de la protección que era la escuela y empezar por fin a sostenerse sola, ante ella se desplegaba una pradera inmensa. Aunque había iniciado su aventura con un objetivo abstracto propio, no existía un camino claro ni alguien que la guiara. Eran tiempos solitarios en los que debía buscar su rumbo y caminar únicamente con sus propios pasos.

Como ya no tenía necesidad de permanecer cerca de la universidad, regresó a la casa familiar. No tenía título, ni dinero; lo único que poseía era el tiempo. Con ese tiempo debía aferrarse a la pasión, reunir el capital necesario, y por eso trabajó en un banco, en una cafetería y en una fábrica, juntando dinero sin descanso. Al llegar a casa después de cada jornada, agotada, se dejaba caer al suelo para recuperar el aliento.

En esos momentos de silencio, a menudo quedaba atrapada en sus pensamientos. Lo más doloroso era no conocerse a sí misma. Vivir siendo ella y, aun así, no saber quién era resultaba confuso. En el proceso de avanzar hacia el futuro, no comprender su identidad hacía que toda decisión fuera incierta. Tenía que entender quién era.

Desde pequeña había nacido con una naturaleza alegre y sentía gran curiosidad por el mundo. Todas las formas y colores que veía la atraían, y los sonidos cercanos de la música eran la llave para sumergirse en su propio universo. También le había encantado imaginar desde niña, y cuando lo hacía, en su mente se desplegaban mundos nuevos.

Aquel universo a veces era complejo y otras veces simple, habitado por almas inexistentes y lenguas incomprensibles. Estaba lleno de colores que emanaban misterio, y ella jugaba junto a ellos. Así fue como empezó a sentir pasión por pintar, fotografiar o escribir relatos: cosas sin una única respuesta, que podía desarrollar a su manera.

De niña quería tantas cosas, le gustaban tantas otras, que al pensar en su futuro se llenaba de emoción y deseaba crecer rápido. Soñaba con ser aventurera y explorar lo desconocido, escritora que plasmara su imaginación, o fotógrafa que capturara la belleza y la oscuridad del mundo. Lo que fuera, siempre que hubiera libertad. En ese mundo libre, ella brillaba con confianza y esperanza desbordante.

Pero, a medida que avanzaban los cursos, todo cambió. Aunque cada persona poseía su propia diversidad y creatividad, la sociedad comenzó a medirlo todo con sus propias reglas. Sin considerar la individualidad, obligaban a todos a sentarse en los mismos pupitres y estudiar lo mismo. Los que quedaban atrás eran marcados como fracasados. Y eso ni siquiera era lo peor. Lo más grave era que, bajo ese sistema, su autoestima se derrumbaba cada vez más, hundiéndose en lo profundo.

La pesadumbre que la oprimía, la culpa de haber fallado otra vez. Más allá de si era buena o no en algo, el miedo comenzó a crecer incluso hacia lo que amaba. Así, antes de intentarlo de verdad, ella misma establecía sus propios límites. Cada vez que surgía la idea de lanzarse a algo nuevo, ese miedo al fracaso bloqueaba el camino. Giraba alrededor de esa línea invisible, atrapada en su propio malestar, y aquella línea se mantenía firme.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue adaptando a la sociedad. Jugaba y reía con amigos, tomaba la iniciativa en tareas, y a simple vista parecía volver a ser la chica alegre y vivaz de antes. Todo parecía estar bien. Pero, sin darse cuenta, dentro de ella había aparecido un pequeño agujero. Con el paso de los días, ese agujero creció hasta convertirse en parte de su ser, sin desaparecer ni aumentar más.

Cuando estaba con otros no se notaba, pero al quedarse sola surgía ese espacio vacío. Era un vacío imposible de llenar, grisáceo, que adoptaba la forma de otra vida. Una vida adaptada a la sociedad real: cierta dosis de malicia para encajar, insensibilidad que buscaba lo conocido en lugar de la emoción, habilidad para sortear situaciones, y frialdad que no se dejaba arrastrar por otros. Así su vida se volvió tranquila, plana, empujada por el tiempo que fluía sin cesar.

¿Quién era la verdadera ella? La figura brillante y confiada con los demás, o la sombría y contenida cuando estaba sola. La distancia entre ambas era enorme, pero las dos eran ella. Esa contradicción interna soplaba con más fuerza, y cuando al fin se atrevió a mirar dentro de sí misma, se encontró con la verdad olvidada.

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[Opresión silente]

Al salir de la protección que era la escuela y empezar por fin a sostenerse sola, ante ella se desplegaba una pradera inmensa. Aunque había iniciado su aventura con un objetivo abstracto propio, no existía un camino claro ni alguien que la guiara. Eran tiempos solitarios en los que debía buscar su rumbo y caminar únicamente con sus propios pasos.

Como ya no tenía necesidad de permanecer cerca de la universidad, regresó a la casa familiar. No tenía título, ni dinero; lo único que poseía era el tiempo. Con ese tiempo debía aferrarse a la pasión, reunir el capital necesario, y por eso trabajó en un banco, en una cafetería y en una fábrica, juntando dinero sin descanso. Al llegar a casa después de cada jornada, agotada, se dejaba caer al suelo para recuperar el aliento.

En esos momentos de silencio, a menudo quedaba atrapada en sus pensamientos. Lo más doloroso era no conocerse a sí misma. Vivir siendo ella y, aun así, no saber quién era resultaba confuso. En el proceso de avanzar hacia el futuro, no comprender su identidad hacía que toda decisión fuera incierta. Tenía que entender quién era.

Desde pequeña había nacido con una naturaleza alegre y sentía gran curiosidad por el mundo. Todas las formas y colores que veía la atraían, y los sonidos cercanos de la música eran la llave para sumergirse en su propio universo. También le había encantado imaginar desde niña, y cuando lo hacía, en su mente se desplegaban mundos nuevos.

Aquel universo a veces era complejo y otras veces simple, habitado por almas inexistentes y lenguas incomprensibles. Estaba lleno de colores que emanaban misterio, y ella jugaba junto a ellos. Así fue como empezó a sentir pasión por pintar, fotografiar o escribir relatos: cosas sin una única respuesta, que podía desarrollar a su manera.

De niña quería tantas cosas, le gustaban tantas otras, que al pensar en su futuro se llenaba de emoción y deseaba crecer rápido. Soñaba con ser aventurera y explorar lo desconocido, escritora que plasmara su imaginación, o fotógrafa que capturara la belleza y la oscuridad del mundo. Lo que fuera, siempre que hubiera libertad. En ese mundo libre, ella brillaba con confianza y esperanza desbordante.

Pero, a medida que avanzaban los cursos, todo cambió. Aunque cada persona poseía su propia diversidad y creatividad, la sociedad comenzó a medirlo todo con sus propias reglas. Sin considerar la individualidad, obligaban a todos a sentarse en los mismos pupitres y estudiar lo mismo. Los que quedaban atrás eran marcados como fracasados. Y eso ni siquiera era lo peor. Lo más grave era que, bajo ese sistema, su autoestima se derrumbaba cada vez más, hundiéndose en lo profundo.

La pesadumbre que la oprimía, la culpa de haber fallado otra vez. Más allá de si era buena o no en algo, el miedo comenzó a crecer incluso hacia lo que amaba. Así, antes de intentarlo de verdad, ella misma establecía sus propios límites. Cada vez que surgía la idea de lanzarse a algo nuevo, ese miedo al fracaso bloqueaba el camino. Giraba alrededor de esa línea invisible, atrapada en su propio malestar, y aquella línea se mantenía firme.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue adaptando a la sociedad. Jugaba y reía con amigos, tomaba la iniciativa en tareas, y a simple vista parecía volver a ser la chica alegre y vivaz de antes. Todo parecía estar bien. Pero, sin darse cuenta, dentro de ella había aparecido un pequeño agujero. Con el paso de los días, ese agujero creció hasta convertirse en parte de su ser, sin desaparecer ni aumentar más.

Cuando estaba con otros no se notaba, pero al quedarse sola surgía ese espacio vacío. Era un vacío imposible de llenar, grisáceo, que adoptaba la forma de otra vida. Una vida adaptada a la sociedad real: cierta dosis de malicia para encajar, insensibilidad que buscaba lo conocido en lugar de la emoción, habilidad para sortear situaciones, y frialdad que no se dejaba arrastrar por otros. Así su vida se volvió tranquila, plana, empujada por el tiempo que fluía sin cesar.

¿Quién era la verdadera ella? La figura brillante y confiada con los demás, o la sombría y contenida cuando estaba sola. La distancia entre ambas era enorme, pero las dos eran ella. Esa contradicción interna soplaba con más fuerza, y cuando al fin se atrevió a mirar dentro de sí misma, se encontró con la verdad olvidada.

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[Opresión silente]

Al salir de la protección que era la escuela y empezar por fin a sostenerse sola, ante ella se desplegaba una pradera inmensa. Aunque había iniciado su aventura con un objetivo abstracto propio, no existía un camino claro ni alguien que la guiara. Eran tiempos solitarios en los que debía buscar su rumbo y caminar únicamente con sus propios pasos.

Como ya no tenía necesidad de permanecer cerca de la universidad, regresó a la casa familiar. No tenía título, ni dinero; lo único que poseía era el tiempo. Con ese tiempo debía aferrarse a la pasión, reunir el capital necesario, y por eso trabajó en un banco, en una cafetería y en una fábrica, juntando dinero sin descanso. Al llegar a casa después de cada jornada, agotada, se dejaba caer al suelo para recuperar el aliento.

En esos momentos de silencio, a menudo quedaba atrapada en sus pensamientos. Lo más doloroso era no conocerse a sí misma. Vivir siendo ella y, aun así, no saber quién era resultaba confuso. En el proceso de avanzar hacia el futuro, no comprender su identidad hacía que toda decisión fuera incierta. Tenía que entender quién era.

Desde pequeña había nacido con una naturaleza alegre y sentía gran curiosidad por el mundo. Todas las formas y colores que veía la atraían, y los sonidos cercanos de la música eran la llave para sumergirse en su propio universo. También le había encantado imaginar desde niña, y cuando lo hacía, en su mente se desplegaban mundos nuevos.

Aquel universo a veces era complejo y otras veces simple, habitado por almas inexistentes y lenguas incomprensibles. Estaba lleno de colores que emanaban misterio, y ella jugaba junto a ellos. Así fue como empezó a sentir pasión por pintar, fotografiar o escribir relatos: cosas sin una única respuesta, que podía desarrollar a su manera.

De niña quería tantas cosas, le gustaban tantas otras, que al pensar en su futuro se llenaba de emoción y deseaba crecer rápido. Soñaba con ser aventurera y explorar lo desconocido, escritora que plasmara su imaginación, o fotógrafa que capturara la belleza y la oscuridad del mundo. Lo que fuera, siempre que hubiera libertad. En ese mundo libre, ella brillaba con confianza y esperanza desbordante.

Pero, a medida que avanzaban los cursos, todo cambió. Aunque cada persona poseía su propia diversidad y creatividad, la sociedad comenzó a medirlo todo con sus propias reglas. Sin considerar la individualidad, obligaban a todos a sentarse en los mismos pupitres y estudiar lo mismo. Los que quedaban atrás eran marcados como fracasados. Y eso ni siquiera era lo peor. Lo más grave era que, bajo ese sistema, su autoestima se derrumbaba cada vez más, hundiéndose en lo profundo.

La pesadumbre que la oprimía, la culpa de haber fallado otra vez. Más allá de si era buena o no en algo, el miedo comenzó a crecer incluso hacia lo que amaba. Así, antes de intentarlo de verdad, ella misma establecía sus propios límites. Cada vez que surgía la idea de lanzarse a algo nuevo, ese miedo al fracaso bloqueaba el camino. Giraba alrededor de esa línea invisible, atrapada en su propio malestar, y aquella línea se mantenía firme.

Con el paso del tiempo, poco a poco se fue adaptando a la sociedad. Jugaba y reía con amigos, tomaba la iniciativa en tareas, y a simple vista parecía volver a ser la chica alegre y vivaz de antes. Todo parecía estar bien. Pero, sin darse cuenta, dentro de ella había aparecido un pequeño agujero. Con el paso de los días, ese agujero creció hasta convertirse en parte de su ser, sin desaparecer ni aumentar más.

Cuando estaba con otros no se notaba, pero al quedarse sola surgía ese espacio vacío. Era un vacío imposible de llenar, grisáceo, que adoptaba la forma de otra vida. Una vida adaptada a la sociedad real: cierta dosis de malicia para encajar, insensibilidad que buscaba lo conocido en lugar de la emoción, habilidad para sortear situaciones, y frialdad que no se dejaba arrastrar por otros. Así su vida se volvió tranquila, plana, empujada por el tiempo que fluía sin cesar.

¿Quién era la verdadera ella? La figura brillante y confiada con los demás, o la sombría y contenida cuando estaba sola. La distancia entre ambas era enorme, pero las dos eran ella. Esa contradicción interna soplaba con más fuerza, y cuando al fin se atrevió a mirar dentro de sí misma, se encontró con la verdad olvidada.

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