Lo que escapa a mi fuerza
Desolación

Con los ojos hinchados de tanto llorar, Noé yacía en su cama, entre lágrimas y mocos.
Su madre, al verlo así, solo pudo sentarse a su lado en silencio, acariciándole el hombro mientras le ofrecía una taza de té caliente.
Era un niño valiente que nunca lloraba, ni siquiera cuando los adultos lo regañaban, así que sus padres pudieron imaginar que algo serio había ocurrido.

.
.
.

“Toc, toc, toc.”

Gabriel había llegado a la casa de Noé.
La madre, comprendiendo la situación, los dejó solos para que pudieran hablar tranquilamente.

Gabriel padecía, desde muy pequeño, una extraña enfermedad incurable. Antes de venir a la isla había pasado la mayor parte de su vida en hospitales.
Las tres semanas que pasaría allí no eran un verdadero tiempo de libertad, sino más bien unas vacaciones prestadas antes de volver al encierro de su tratamiento.
Y cuando ese breve periodo terminara, tendría que volver a luchar contra su enfermedad, sin saber hasta cuándo.

Durante su estancia, Gabriel debía inyectarse cada noche.
Pero las agujas eran demasiado gruesas y dolorosas para su frágil brazo.
Aquel sufrimiento nocturno, al que nunca llegó a acostumbrarse, era lo que Noé había visto con sus propios ojos.

Al comprender, por fin, el dolor de su amigo, Noé sintió una mezcla de culpa y gratitud: culpa por no haberlo notado antes, gratitud porque Gabriel se había atrevido a contarle la verdad.
Lo abrazó con fuerza y prometió hacerle reír más que nunca mientras estuvieran juntos.

.
.
.

Como de costumbre, los dos recorrían la aldea cuando Noé tuvo una idea brillante: volver a visitar la pequeña isla vecina donde había ido antes con su padre.
Le pidió a Gabriel que lo esperara en la playa, y fue a sacar con esfuerzo una vieja barca del almacén.

Había navegado unas pocas veces con su padre, pero nunca solo.
Aun así, como siempre, encontró la manera. Preparó lo necesario y comenzó la travesía.
Gabriel, aunque un poco asustado, sentía curiosidad por aquella isla y decidió seguir a su amigo.

Sin embargo, partieron en una hora incierta de la tarde, ni demasiado clara ni completamente oscura.
Pero ya no había marcha atrás.

El viaje, para su sorpresa, fue tranquilo.
El cielo aún no se teñía de rojo cuando ataron bien la barca junto a un gran árbol y comenzaron su pequeña expedición, usando ramas como bastones.

Exploraron largo rato los alrededores, hasta que una vieja casa en ruinas llamó su atención.
Era un lugar oscuro y lúgubre, pero su curiosidad infantil fue más fuerte que el miedo.
Entraron despacio, paso a paso.

El aire frío en el interior les erizó la piel, y el crujir de los insectos bajo el suelo aumentó su tensión.
Cuando estaban casi en el centro, una ráfaga de viento empujó la puerta y recorrió el pasillo estrecho con un fuerte golpe.
El susto fue tal que ambos salieron corriendo sin mirar atrás.

Corrieron hasta quedarse sin aliento y, jadeando, se dejaron caer sobre la arena.
Pero el cielo ya se había oscurecido.
Mientras exploraban, el sol se había ocultado más rápido de lo que imaginaban.

Para empeorar las cosas, el viento frío del mar y las olas fuertes les impedían regresar con la barca.
Hambrientos y cansados, decidieron buscar refugio en el pueblo más cercano, siguiendo las luces que brillaban a lo lejos.

Afortunadamente, se encontraron con una anciana pareja que volvía a casa desde el centro comunitario.
Ellos escucharon la historia de los dos niños, los llevaron al teléfono público del ayuntamiento y llamaron al jefe de la aldea vecina.
Este, alarmado, avisó de inmediato a los padres de Noé y Gabriel.
Esa noche, los niños durmieron en la cálida casa de los ancianos.

Dicen que la casa se parece a quienes la habitan: aquella era tan cálida y tierna como sus dueños.
Noé, agotado, se envolvió en una manta gruesa, se acurrucó en el suelo caliente y se quedó dormido enseguida.

Pero al poco rato, un leve ruido lo despertó.
Miró a su alrededor y notó que Gabriel ya no estaba a su lado.

Se asomó con cuidado hacia el patio, siguiendo el sonido.
Allí estaba Gabriel, sentado en el pequeño pabellón del jardín, haciendo algo en silencio.
Al frotarse los ojos, Noé vio con claridad: Gabriel se estaba poniendo una inyección en el brazo.
Conociendo el carácter impulsivo de su amigo, había traído las medicinas por si acaso.

El rostro de Gabriel, soportando el dolor sin un solo gemido para no despertar a los demás,
las cicatrices ocultas bajo su ropa…
Noé se acercó despacio, se sentó junto a él y esperó hasta que terminara.

Sin decir palabra, los dos se recostaron en el suelo del pabellón y miraron las estrellas.
Las luces del pueblo se habían apagado, y solo el cielo nocturno brillaba sobre ellos.

.
.
.

—Tengo miedo —susurró Gabriel.

Siempre fingía estar bien, pero su cuerpo, cada vez más débil, lo traicionaba día a día.
El miedo a no saber hasta cuándo viviría lo acompañaba como una sombra.

Al oír su confesión, Noé sintió una emoción extraña:
la impotencia de no poder hacer nada por él,
la sensación de ser pequeño e inútil,
un vacío que lo tragaba por dentro.
Era la desolación.

Por primera vez, Noé la sintió.
Tomó la mano de Gabriel y, sin saber qué más decir, murmuró las únicas palabras que pudo encontrar,
esas mismas que su amigo habría escuchado mil veces antes:

—Todo va a estar bien.

Y en su interior, se sintió culpable por no poder ofrecer más que eso.

.
.
.

A la mañana siguiente, el padre de Noé llegó con un barco grande, los subió a bordo y, remolcando la pequeña barca, regresaron a su isla.

El recuerdo de aquella aventura quedó grabado en sus corazones,
pero cuando Noé miró la sonrisa brillante de Gabriel,
sintió de nuevo una punzada de dolor,
como si el vacío aún no se hubiera ido.

Volver al listado
Lo que escapa a mi fuerza
Desolación

Con los ojos hinchados de tanto llorar, Noé yacía en su cama, entre lágrimas y mocos.
Su madre, al verlo así, solo pudo sentarse a su lado en silencio, acariciándole el hombro mientras le ofrecía una taza de té caliente.
Era un niño valiente que nunca lloraba, ni siquiera cuando los adultos lo regañaban, así que sus padres pudieron imaginar que algo serio había ocurrido.

.
.
.

“Toc, toc, toc.”

Gabriel había llegado a la casa de Noé.
La madre, comprendiendo la situación, los dejó solos para que pudieran hablar tranquilamente.

Gabriel padecía, desde muy pequeño, una extraña enfermedad incurable. Antes de venir a la isla había pasado la mayor parte de su vida en hospitales.
Las tres semanas que pasaría allí no eran un verdadero tiempo de libertad, sino más bien unas vacaciones prestadas antes de volver al encierro de su tratamiento.
Y cuando ese breve periodo terminara, tendría que volver a luchar contra su enfermedad, sin saber hasta cuándo.

Durante su estancia, Gabriel debía inyectarse cada noche.
Pero las agujas eran demasiado gruesas y dolorosas para su frágil brazo.
Aquel sufrimiento nocturno, al que nunca llegó a acostumbrarse, era lo que Noé había visto con sus propios ojos.

Al comprender, por fin, el dolor de su amigo, Noé sintió una mezcla de culpa y gratitud: culpa por no haberlo notado antes, gratitud porque Gabriel se había atrevido a contarle la verdad.
Lo abrazó con fuerza y prometió hacerle reír más que nunca mientras estuvieran juntos.

.
.
.

Como de costumbre, los dos recorrían la aldea cuando Noé tuvo una idea brillante: volver a visitar la pequeña isla vecina donde había ido antes con su padre.
Le pidió a Gabriel que lo esperara en la playa, y fue a sacar con esfuerzo una vieja barca del almacén.

Había navegado unas pocas veces con su padre, pero nunca solo.
Aun así, como siempre, encontró la manera. Preparó lo necesario y comenzó la travesía.
Gabriel, aunque un poco asustado, sentía curiosidad por aquella isla y decidió seguir a su amigo.

Sin embargo, partieron en una hora incierta de la tarde, ni demasiado clara ni completamente oscura.
Pero ya no había marcha atrás.

El viaje, para su sorpresa, fue tranquilo.
El cielo aún no se teñía de rojo cuando ataron bien la barca junto a un gran árbol y comenzaron su pequeña expedición, usando ramas como bastones.

Exploraron largo rato los alrededores, hasta que una vieja casa en ruinas llamó su atención.
Era un lugar oscuro y lúgubre, pero su curiosidad infantil fue más fuerte que el miedo.
Entraron despacio, paso a paso.

El aire frío en el interior les erizó la piel, y el crujir de los insectos bajo el suelo aumentó su tensión.
Cuando estaban casi en el centro, una ráfaga de viento empujó la puerta y recorrió el pasillo estrecho con un fuerte golpe.
El susto fue tal que ambos salieron corriendo sin mirar atrás.

Corrieron hasta quedarse sin aliento y, jadeando, se dejaron caer sobre la arena.
Pero el cielo ya se había oscurecido.
Mientras exploraban, el sol se había ocultado más rápido de lo que imaginaban.

Para empeorar las cosas, el viento frío del mar y las olas fuertes les impedían regresar con la barca.
Hambrientos y cansados, decidieron buscar refugio en el pueblo más cercano, siguiendo las luces que brillaban a lo lejos.

Afortunadamente, se encontraron con una anciana pareja que volvía a casa desde el centro comunitario.
Ellos escucharon la historia de los dos niños, los llevaron al teléfono público del ayuntamiento y llamaron al jefe de la aldea vecina.
Este, alarmado, avisó de inmediato a los padres de Noé y Gabriel.
Esa noche, los niños durmieron en la cálida casa de los ancianos.

Dicen que la casa se parece a quienes la habitan: aquella era tan cálida y tierna como sus dueños.
Noé, agotado, se envolvió en una manta gruesa, se acurrucó en el suelo caliente y se quedó dormido enseguida.

Pero al poco rato, un leve ruido lo despertó.
Miró a su alrededor y notó que Gabriel ya no estaba a su lado.

Se asomó con cuidado hacia el patio, siguiendo el sonido.
Allí estaba Gabriel, sentado en el pequeño pabellón del jardín, haciendo algo en silencio.
Al frotarse los ojos, Noé vio con claridad: Gabriel se estaba poniendo una inyección en el brazo.
Conociendo el carácter impulsivo de su amigo, había traído las medicinas por si acaso.

El rostro de Gabriel, soportando el dolor sin un solo gemido para no despertar a los demás,
las cicatrices ocultas bajo su ropa…
Noé se acercó despacio, se sentó junto a él y esperó hasta que terminara.

Sin decir palabra, los dos se recostaron en el suelo del pabellón y miraron las estrellas.
Las luces del pueblo se habían apagado, y solo el cielo nocturno brillaba sobre ellos.

.
.
.

—Tengo miedo —susurró Gabriel.

Siempre fingía estar bien, pero su cuerpo, cada vez más débil, lo traicionaba día a día.
El miedo a no saber hasta cuándo viviría lo acompañaba como una sombra.

Al oír su confesión, Noé sintió una emoción extraña:
la impotencia de no poder hacer nada por él,
la sensación de ser pequeño e inútil,
un vacío que lo tragaba por dentro.
Era la desolación.

Por primera vez, Noé la sintió.
Tomó la mano de Gabriel y, sin saber qué más decir, murmuró las únicas palabras que pudo encontrar,
esas mismas que su amigo habría escuchado mil veces antes:

—Todo va a estar bien.

Y en su interior, se sintió culpable por no poder ofrecer más que eso.

.
.
.

A la mañana siguiente, el padre de Noé llegó con un barco grande, los subió a bordo y, remolcando la pequeña barca, regresaron a su isla.

El recuerdo de aquella aventura quedó grabado en sus corazones,
pero cuando Noé miró la sonrisa brillante de Gabriel,
sintió de nuevo una punzada de dolor,
como si el vacío aún no se hubiera ido.

Volver al listado
Lo que escapa a mi fuerza
Desolación

Con los ojos hinchados de tanto llorar, Noé yacía en su cama, entre lágrimas y mocos.
Su madre, al verlo así, solo pudo sentarse a su lado en silencio, acariciándole el hombro mientras le ofrecía una taza de té caliente.
Era un niño valiente que nunca lloraba, ni siquiera cuando los adultos lo regañaban, así que sus padres pudieron imaginar que algo serio había ocurrido.

.
.
.

“Toc, toc, toc.”

Gabriel había llegado a la casa de Noé.
La madre, comprendiendo la situación, los dejó solos para que pudieran hablar tranquilamente.

Gabriel padecía, desde muy pequeño, una extraña enfermedad incurable. Antes de venir a la isla había pasado la mayor parte de su vida en hospitales.
Las tres semanas que pasaría allí no eran un verdadero tiempo de libertad, sino más bien unas vacaciones prestadas antes de volver al encierro de su tratamiento.
Y cuando ese breve periodo terminara, tendría que volver a luchar contra su enfermedad, sin saber hasta cuándo.

Durante su estancia, Gabriel debía inyectarse cada noche.
Pero las agujas eran demasiado gruesas y dolorosas para su frágil brazo.
Aquel sufrimiento nocturno, al que nunca llegó a acostumbrarse, era lo que Noé había visto con sus propios ojos.

Al comprender, por fin, el dolor de su amigo, Noé sintió una mezcla de culpa y gratitud: culpa por no haberlo notado antes, gratitud porque Gabriel se había atrevido a contarle la verdad.
Lo abrazó con fuerza y prometió hacerle reír más que nunca mientras estuvieran juntos.

.
.
.

Como de costumbre, los dos recorrían la aldea cuando Noé tuvo una idea brillante: volver a visitar la pequeña isla vecina donde había ido antes con su padre.
Le pidió a Gabriel que lo esperara en la playa, y fue a sacar con esfuerzo una vieja barca del almacén.

Había navegado unas pocas veces con su padre, pero nunca solo.
Aun así, como siempre, encontró la manera. Preparó lo necesario y comenzó la travesía.
Gabriel, aunque un poco asustado, sentía curiosidad por aquella isla y decidió seguir a su amigo.

Sin embargo, partieron en una hora incierta de la tarde, ni demasiado clara ni completamente oscura.
Pero ya no había marcha atrás.

El viaje, para su sorpresa, fue tranquilo.
El cielo aún no se teñía de rojo cuando ataron bien la barca junto a un gran árbol y comenzaron su pequeña expedición, usando ramas como bastones.

Exploraron largo rato los alrededores, hasta que una vieja casa en ruinas llamó su atención.
Era un lugar oscuro y lúgubre, pero su curiosidad infantil fue más fuerte que el miedo.
Entraron despacio, paso a paso.

El aire frío en el interior les erizó la piel, y el crujir de los insectos bajo el suelo aumentó su tensión.
Cuando estaban casi en el centro, una ráfaga de viento empujó la puerta y recorrió el pasillo estrecho con un fuerte golpe.
El susto fue tal que ambos salieron corriendo sin mirar atrás.

Corrieron hasta quedarse sin aliento y, jadeando, se dejaron caer sobre la arena.
Pero el cielo ya se había oscurecido.
Mientras exploraban, el sol se había ocultado más rápido de lo que imaginaban.

Para empeorar las cosas, el viento frío del mar y las olas fuertes les impedían regresar con la barca.
Hambrientos y cansados, decidieron buscar refugio en el pueblo más cercano, siguiendo las luces que brillaban a lo lejos.

Afortunadamente, se encontraron con una anciana pareja que volvía a casa desde el centro comunitario.
Ellos escucharon la historia de los dos niños, los llevaron al teléfono público del ayuntamiento y llamaron al jefe de la aldea vecina.
Este, alarmado, avisó de inmediato a los padres de Noé y Gabriel.
Esa noche, los niños durmieron en la cálida casa de los ancianos.

Dicen que la casa se parece a quienes la habitan: aquella era tan cálida y tierna como sus dueños.
Noé, agotado, se envolvió en una manta gruesa, se acurrucó en el suelo caliente y se quedó dormido enseguida.

Pero al poco rato, un leve ruido lo despertó.
Miró a su alrededor y notó que Gabriel ya no estaba a su lado.

Se asomó con cuidado hacia el patio, siguiendo el sonido.
Allí estaba Gabriel, sentado en el pequeño pabellón del jardín, haciendo algo en silencio.
Al frotarse los ojos, Noé vio con claridad: Gabriel se estaba poniendo una inyección en el brazo.
Conociendo el carácter impulsivo de su amigo, había traído las medicinas por si acaso.

El rostro de Gabriel, soportando el dolor sin un solo gemido para no despertar a los demás,
las cicatrices ocultas bajo su ropa…
Noé se acercó despacio, se sentó junto a él y esperó hasta que terminara.

Sin decir palabra, los dos se recostaron en el suelo del pabellón y miraron las estrellas.
Las luces del pueblo se habían apagado, y solo el cielo nocturno brillaba sobre ellos.

.
.
.

—Tengo miedo —susurró Gabriel.

Siempre fingía estar bien, pero su cuerpo, cada vez más débil, lo traicionaba día a día.
El miedo a no saber hasta cuándo viviría lo acompañaba como una sombra.

Al oír su confesión, Noé sintió una emoción extraña:
la impotencia de no poder hacer nada por él,
la sensación de ser pequeño e inútil,
un vacío que lo tragaba por dentro.
Era la desolación.

Por primera vez, Noé la sintió.
Tomó la mano de Gabriel y, sin saber qué más decir, murmuró las únicas palabras que pudo encontrar,
esas mismas que su amigo habría escuchado mil veces antes:

—Todo va a estar bien.

Y en su interior, se sintió culpable por no poder ofrecer más que eso.

.
.
.

A la mañana siguiente, el padre de Noé llegó con un barco grande, los subió a bordo y, remolcando la pequeña barca, regresaron a su isla.

El recuerdo de aquella aventura quedó grabado en sus corazones,
pero cuando Noé miró la sonrisa brillante de Gabriel,
sintió de nuevo una punzada de dolor,
como si el vacío aún no se hubiera ido.

Volver al listado
Lo que escapa a mi fuerza
Desolación

Con los ojos hinchados de tanto llorar, Noé yacía en su cama, entre lágrimas y mocos.
Su madre, al verlo así, solo pudo sentarse a su lado en silencio, acariciándole el hombro mientras le ofrecía una taza de té caliente.
Era un niño valiente que nunca lloraba, ni siquiera cuando los adultos lo regañaban, así que sus padres pudieron imaginar que algo serio había ocurrido.

.
.
.

“Toc, toc, toc.”

Gabriel había llegado a la casa de Noé.
La madre, comprendiendo la situación, los dejó solos para que pudieran hablar tranquilamente.

Gabriel padecía, desde muy pequeño, una extraña enfermedad incurable. Antes de venir a la isla había pasado la mayor parte de su vida en hospitales.
Las tres semanas que pasaría allí no eran un verdadero tiempo de libertad, sino más bien unas vacaciones prestadas antes de volver al encierro de su tratamiento.
Y cuando ese breve periodo terminara, tendría que volver a luchar contra su enfermedad, sin saber hasta cuándo.

Durante su estancia, Gabriel debía inyectarse cada noche.
Pero las agujas eran demasiado gruesas y dolorosas para su frágil brazo.
Aquel sufrimiento nocturno, al que nunca llegó a acostumbrarse, era lo que Noé había visto con sus propios ojos.

Al comprender, por fin, el dolor de su amigo, Noé sintió una mezcla de culpa y gratitud: culpa por no haberlo notado antes, gratitud porque Gabriel se había atrevido a contarle la verdad.
Lo abrazó con fuerza y prometió hacerle reír más que nunca mientras estuvieran juntos.

.
.
.

Como de costumbre, los dos recorrían la aldea cuando Noé tuvo una idea brillante: volver a visitar la pequeña isla vecina donde había ido antes con su padre.
Le pidió a Gabriel que lo esperara en la playa, y fue a sacar con esfuerzo una vieja barca del almacén.

Había navegado unas pocas veces con su padre, pero nunca solo.
Aun así, como siempre, encontró la manera. Preparó lo necesario y comenzó la travesía.
Gabriel, aunque un poco asustado, sentía curiosidad por aquella isla y decidió seguir a su amigo.

Sin embargo, partieron en una hora incierta de la tarde, ni demasiado clara ni completamente oscura.
Pero ya no había marcha atrás.

El viaje, para su sorpresa, fue tranquilo.
El cielo aún no se teñía de rojo cuando ataron bien la barca junto a un gran árbol y comenzaron su pequeña expedición, usando ramas como bastones.

Exploraron largo rato los alrededores, hasta que una vieja casa en ruinas llamó su atención.
Era un lugar oscuro y lúgubre, pero su curiosidad infantil fue más fuerte que el miedo.
Entraron despacio, paso a paso.

El aire frío en el interior les erizó la piel, y el crujir de los insectos bajo el suelo aumentó su tensión.
Cuando estaban casi en el centro, una ráfaga de viento empujó la puerta y recorrió el pasillo estrecho con un fuerte golpe.
El susto fue tal que ambos salieron corriendo sin mirar atrás.

Corrieron hasta quedarse sin aliento y, jadeando, se dejaron caer sobre la arena.
Pero el cielo ya se había oscurecido.
Mientras exploraban, el sol se había ocultado más rápido de lo que imaginaban.

Para empeorar las cosas, el viento frío del mar y las olas fuertes les impedían regresar con la barca.
Hambrientos y cansados, decidieron buscar refugio en el pueblo más cercano, siguiendo las luces que brillaban a lo lejos.

Afortunadamente, se encontraron con una anciana pareja que volvía a casa desde el centro comunitario.
Ellos escucharon la historia de los dos niños, los llevaron al teléfono público del ayuntamiento y llamaron al jefe de la aldea vecina.
Este, alarmado, avisó de inmediato a los padres de Noé y Gabriel.
Esa noche, los niños durmieron en la cálida casa de los ancianos.

Dicen que la casa se parece a quienes la habitan: aquella era tan cálida y tierna como sus dueños.
Noé, agotado, se envolvió en una manta gruesa, se acurrucó en el suelo caliente y se quedó dormido enseguida.

Pero al poco rato, un leve ruido lo despertó.
Miró a su alrededor y notó que Gabriel ya no estaba a su lado.

Se asomó con cuidado hacia el patio, siguiendo el sonido.
Allí estaba Gabriel, sentado en el pequeño pabellón del jardín, haciendo algo en silencio.
Al frotarse los ojos, Noé vio con claridad: Gabriel se estaba poniendo una inyección en el brazo.
Conociendo el carácter impulsivo de su amigo, había traído las medicinas por si acaso.

El rostro de Gabriel, soportando el dolor sin un solo gemido para no despertar a los demás,
las cicatrices ocultas bajo su ropa…
Noé se acercó despacio, se sentó junto a él y esperó hasta que terminara.

Sin decir palabra, los dos se recostaron en el suelo del pabellón y miraron las estrellas.
Las luces del pueblo se habían apagado, y solo el cielo nocturno brillaba sobre ellos.

.
.
.

—Tengo miedo —susurró Gabriel.

Siempre fingía estar bien, pero su cuerpo, cada vez más débil, lo traicionaba día a día.
El miedo a no saber hasta cuándo viviría lo acompañaba como una sombra.

Al oír su confesión, Noé sintió una emoción extraña:
la impotencia de no poder hacer nada por él,
la sensación de ser pequeño e inútil,
un vacío que lo tragaba por dentro.
Era la desolación.

Por primera vez, Noé la sintió.
Tomó la mano de Gabriel y, sin saber qué más decir, murmuró las únicas palabras que pudo encontrar,
esas mismas que su amigo habría escuchado mil veces antes:

—Todo va a estar bien.

Y en su interior, se sintió culpable por no poder ofrecer más que eso.

.
.
.

A la mañana siguiente, el padre de Noé llegó con un barco grande, los subió a bordo y, remolcando la pequeña barca, regresaron a su isla.

El recuerdo de aquella aventura quedó grabado en sus corazones,
pero cuando Noé miró la sonrisa brillante de Gabriel,
sintió de nuevo una punzada de dolor,
como si el vacío aún no se hubiera ido.

Volver al listado
Volver al listado