La Mujer Desconocida
[Curiosidad]

En medio de las sombras silenciosas de la ciudad, un hombre estaba de pie. Su nombre era Félix. Se quedó un buen rato observando los pasos que se movían más allá de la ventana, hasta que finalmente se levantó, se puso el reloj y el traje, y salió de casa con pasos firmes.

Su destino era un edificio alto en medio de la selva de rascacielos, un lugar frecuentado sobre todo por empresarios y oficinistas: un bar de vinos tranquilo y sereno. Félix trabajaba allí como camarero desde hacía ya tres años, y su tiempo transcurría lenta y silenciosamente.

A ese bar acudían a menudo clientes solitarios, que terminaban contándole sus historias. Cuando las personas necesitaban liberar la opresión y el vacío que llevaban dentro, resultaba más fácil hablar con un desconocido como un camarero que con alguien cercano. El tiempo pasaba sin darse cuenta mientras vertían lo que llevaban tiempo reprimiendo.

Una noche lluviosa, Félix salió a trabajar como de costumbre. A través de la gran cristalera, se veían las luces de la ciudad parpadeando entre nubes densas, y dentro del local sonaba música suave acompañada por murmullos de conversaciones. El ambiente estaba especialmente calmado aquella noche, y él mismo sentía como si algo se hundiera dentro de sí.

Pasada la medianoche, la campanilla sonó: “¡Ding!”. Una mujer entró y se sentó frente a Félix. Ella ya había visitado aquel bar en días anteriores, siempre sola, en el extremo de la larga barra, bebiendo en silencio. Sin embargo, esa noche su sitio estaba ocupado, y por primera vez quedó justo frente a él.

Cada vez que venía, su rostro parecía cargado de pensamientos, y su mirada vagaba en el vacío mientras inclinaba la copa. Aunque Félix solo la había observado desde lejos, en sus ojos siempre descubría algo oculto, como si llevaran una historia profunda.

Esa noche no fue diferente. Frente a ella estaba Félix, pero su mirada no lo alcanzaba. Él, en cambio, la observaba discretamente desde un paso atrás. Sus ojos seguían temblorosos, su expresión igual de complicada. Estaban cerca, y al mismo tiempo, distantes. Entre ambos no había más que un silencio espeso.

Un rostro conocido, pero una mujer desconocida.

.

.

.

El tiempo transcurrió y, tras una, dos, varias copas, su rostro se enrojeció. Justo cuando Félix se inclinaba para recoger su vaso, sus miradas se cruzaron por casualidad, y ambos se detuvieron. Él intentó apartar la vista con una sonrisa incómoda, pero de pronto una voz suave lo alcanzó:

—¿Podrías escucharme un momento?

Era la primera vez que ella hablaba. Y así, Félix comenzó a escuchar con calma.

.

.

.

Cuando tenía alrededor de doce años, perdió a sus padres en un accidente y, desde entonces, vivió con su abuela, la única familia que le quedaba. La abuela trabajaba sin descanso cultivando y vendiendo sus productos en el mercado, pero económicamente era muy difícil mantenerlas a ambas. Ella tuvo que acostumbrarse a la escasez y adaptarse a un entorno nuevo. El cambio de ambiente en sí mismo era una realidad abrumadora para la niña, pero lo que la oprimía aún más era la ausencia de sus padres.

En un mundo que ya resulta agotador incluso para los adultos, vivir sin padres era siempre doloroso. Cada noche, cuando caía la oscuridad, lloraba por la soledad que la consumía hasta quedar rendida, y cuando al día siguiente volvía a salir el sol, pasaba largos ratos con la mirada perdida porque el día repetido le resultaba insoportable. La abuela, arrastrando su cuerpo cansado, le peinaba y la abrazaba, pero la realidad que enfrentaba aquella niña no podía llenarse sólo con el amor de su abuela.

Los niños de su edad, al terminar las clases, se juntaban para comer tteokbokki o jugar a pillar. Pero ella no tenía dinero, ni amigos, ni tiempo para eso. Tras la escuela debía salir a trabajar para ganar dinero y, desde joven, siguió un camino completamente opuesto al de sus compañeros. El futuro con el que soñaban sus amigos no se le mostraba a ella; mientras ellos miraban hacia adelante y corrían, ella tenía que vivir el día a día.

Al principio empezó con un trabajo repartiendo folletos, pero como necesitaba ganar más, tras las clases entró a trabajar fregando platos en un gran restaurante del barrio. Al entrar en la cocina ajetreada, el aire húmedo y el calor ardiente recibían su frágil cuerpo, y al acabar la jornada sus manos, blandas y delicadas, quedaban hinchadas.

Aunque trabajara a toda prisa, la miseria que sentía al ver a sus compañeros correr y jugar la ahogaba. La injusticia cuando la gente le decía: ¿Por qué tienes esa expresión tan seria?. Esas emociones eran demasiado pesadas para que las afrontara una niña de su edad.

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La Mujer Desconocida
[Curiosidad]

En medio de las sombras silenciosas de la ciudad, un hombre estaba de pie. Su nombre era Félix. Se quedó un buen rato observando los pasos que se movían más allá de la ventana, hasta que finalmente se levantó, se puso el reloj y el traje, y salió de casa con pasos firmes.

Su destino era un edificio alto en medio de la selva de rascacielos, un lugar frecuentado sobre todo por empresarios y oficinistas: un bar de vinos tranquilo y sereno. Félix trabajaba allí como camarero desde hacía ya tres años, y su tiempo transcurría lenta y silenciosamente.

A ese bar acudían a menudo clientes solitarios, que terminaban contándole sus historias. Cuando las personas necesitaban liberar la opresión y el vacío que llevaban dentro, resultaba más fácil hablar con un desconocido como un camarero que con alguien cercano. El tiempo pasaba sin darse cuenta mientras vertían lo que llevaban tiempo reprimiendo.

Una noche lluviosa, Félix salió a trabajar como de costumbre. A través de la gran cristalera, se veían las luces de la ciudad parpadeando entre nubes densas, y dentro del local sonaba música suave acompañada por murmullos de conversaciones. El ambiente estaba especialmente calmado aquella noche, y él mismo sentía como si algo se hundiera dentro de sí.

Pasada la medianoche, la campanilla sonó: “¡Ding!”. Una mujer entró y se sentó frente a Félix. Ella ya había visitado aquel bar en días anteriores, siempre sola, en el extremo de la larga barra, bebiendo en silencio. Sin embargo, esa noche su sitio estaba ocupado, y por primera vez quedó justo frente a él.

Cada vez que venía, su rostro parecía cargado de pensamientos, y su mirada vagaba en el vacío mientras inclinaba la copa. Aunque Félix solo la había observado desde lejos, en sus ojos siempre descubría algo oculto, como si llevaran una historia profunda.

Esa noche no fue diferente. Frente a ella estaba Félix, pero su mirada no lo alcanzaba. Él, en cambio, la observaba discretamente desde un paso atrás. Sus ojos seguían temblorosos, su expresión igual de complicada. Estaban cerca, y al mismo tiempo, distantes. Entre ambos no había más que un silencio espeso.

Un rostro conocido, pero una mujer desconocida.

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El tiempo transcurrió y, tras una, dos, varias copas, su rostro se enrojeció. Justo cuando Félix se inclinaba para recoger su vaso, sus miradas se cruzaron por casualidad, y ambos se detuvieron. Él intentó apartar la vista con una sonrisa incómoda, pero de pronto una voz suave lo alcanzó:

—¿Podrías escucharme un momento?

Era la primera vez que ella hablaba. Y así, Félix comenzó a escuchar con calma.

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Cuando tenía alrededor de doce años, perdió a sus padres en un accidente y, desde entonces, vivió con su abuela, la única familia que le quedaba. La abuela trabajaba sin descanso cultivando y vendiendo sus productos en el mercado, pero económicamente era muy difícil mantenerlas a ambas. Ella tuvo que acostumbrarse a la escasez y adaptarse a un entorno nuevo. El cambio de ambiente en sí mismo era una realidad abrumadora para la niña, pero lo que la oprimía aún más era la ausencia de sus padres.

En un mundo que ya resulta agotador incluso para los adultos, vivir sin padres era siempre doloroso. Cada noche, cuando caía la oscuridad, lloraba por la soledad que la consumía hasta quedar rendida, y cuando al día siguiente volvía a salir el sol, pasaba largos ratos con la mirada perdida porque el día repetido le resultaba insoportable. La abuela, arrastrando su cuerpo cansado, le peinaba y la abrazaba, pero la realidad que enfrentaba aquella niña no podía llenarse sólo con el amor de su abuela.

Los niños de su edad, al terminar las clases, se juntaban para comer tteokbokki o jugar a pillar. Pero ella no tenía dinero, ni amigos, ni tiempo para eso. Tras la escuela debía salir a trabajar para ganar dinero y, desde joven, siguió un camino completamente opuesto al de sus compañeros. El futuro con el que soñaban sus amigos no se le mostraba a ella; mientras ellos miraban hacia adelante y corrían, ella tenía que vivir el día a día.

Al principio empezó con un trabajo repartiendo folletos, pero como necesitaba ganar más, tras las clases entró a trabajar fregando platos en un gran restaurante del barrio. Al entrar en la cocina ajetreada, el aire húmedo y el calor ardiente recibían su frágil cuerpo, y al acabar la jornada sus manos, blandas y delicadas, quedaban hinchadas.

Aunque trabajara a toda prisa, la miseria que sentía al ver a sus compañeros correr y jugar la ahogaba. La injusticia cuando la gente le decía: ¿Por qué tienes esa expresión tan seria?. Esas emociones eran demasiado pesadas para que las afrontara una niña de su edad.

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La Mujer Desconocida
[Curiosidad]

En medio de las sombras silenciosas de la ciudad, un hombre estaba de pie. Su nombre era Félix. Se quedó un buen rato observando los pasos que se movían más allá de la ventana, hasta que finalmente se levantó, se puso el reloj y el traje, y salió de casa con pasos firmes.

Su destino era un edificio alto en medio de la selva de rascacielos, un lugar frecuentado sobre todo por empresarios y oficinistas: un bar de vinos tranquilo y sereno. Félix trabajaba allí como camarero desde hacía ya tres años, y su tiempo transcurría lenta y silenciosamente.

A ese bar acudían a menudo clientes solitarios, que terminaban contándole sus historias. Cuando las personas necesitaban liberar la opresión y el vacío que llevaban dentro, resultaba más fácil hablar con un desconocido como un camarero que con alguien cercano. El tiempo pasaba sin darse cuenta mientras vertían lo que llevaban tiempo reprimiendo.

Una noche lluviosa, Félix salió a trabajar como de costumbre. A través de la gran cristalera, se veían las luces de la ciudad parpadeando entre nubes densas, y dentro del local sonaba música suave acompañada por murmullos de conversaciones. El ambiente estaba especialmente calmado aquella noche, y él mismo sentía como si algo se hundiera dentro de sí.

Pasada la medianoche, la campanilla sonó: “¡Ding!”. Una mujer entró y se sentó frente a Félix. Ella ya había visitado aquel bar en días anteriores, siempre sola, en el extremo de la larga barra, bebiendo en silencio. Sin embargo, esa noche su sitio estaba ocupado, y por primera vez quedó justo frente a él.

Cada vez que venía, su rostro parecía cargado de pensamientos, y su mirada vagaba en el vacío mientras inclinaba la copa. Aunque Félix solo la había observado desde lejos, en sus ojos siempre descubría algo oculto, como si llevaran una historia profunda.

Esa noche no fue diferente. Frente a ella estaba Félix, pero su mirada no lo alcanzaba. Él, en cambio, la observaba discretamente desde un paso atrás. Sus ojos seguían temblorosos, su expresión igual de complicada. Estaban cerca, y al mismo tiempo, distantes. Entre ambos no había más que un silencio espeso.

Un rostro conocido, pero una mujer desconocida.

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El tiempo transcurrió y, tras una, dos, varias copas, su rostro se enrojeció. Justo cuando Félix se inclinaba para recoger su vaso, sus miradas se cruzaron por casualidad, y ambos se detuvieron. Él intentó apartar la vista con una sonrisa incómoda, pero de pronto una voz suave lo alcanzó:

—¿Podrías escucharme un momento?

Era la primera vez que ella hablaba. Y así, Félix comenzó a escuchar con calma.

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Cuando tenía alrededor de doce años, perdió a sus padres en un accidente y, desde entonces, vivió con su abuela, la única familia que le quedaba. La abuela trabajaba sin descanso cultivando y vendiendo sus productos en el mercado, pero económicamente era muy difícil mantenerlas a ambas. Ella tuvo que acostumbrarse a la escasez y adaptarse a un entorno nuevo. El cambio de ambiente en sí mismo era una realidad abrumadora para la niña, pero lo que la oprimía aún más era la ausencia de sus padres.

En un mundo que ya resulta agotador incluso para los adultos, vivir sin padres era siempre doloroso. Cada noche, cuando caía la oscuridad, lloraba por la soledad que la consumía hasta quedar rendida, y cuando al día siguiente volvía a salir el sol, pasaba largos ratos con la mirada perdida porque el día repetido le resultaba insoportable. La abuela, arrastrando su cuerpo cansado, le peinaba y la abrazaba, pero la realidad que enfrentaba aquella niña no podía llenarse sólo con el amor de su abuela.

Los niños de su edad, al terminar las clases, se juntaban para comer tteokbokki o jugar a pillar. Pero ella no tenía dinero, ni amigos, ni tiempo para eso. Tras la escuela debía salir a trabajar para ganar dinero y, desde joven, siguió un camino completamente opuesto al de sus compañeros. El futuro con el que soñaban sus amigos no se le mostraba a ella; mientras ellos miraban hacia adelante y corrían, ella tenía que vivir el día a día.

Al principio empezó con un trabajo repartiendo folletos, pero como necesitaba ganar más, tras las clases entró a trabajar fregando platos en un gran restaurante del barrio. Al entrar en la cocina ajetreada, el aire húmedo y el calor ardiente recibían su frágil cuerpo, y al acabar la jornada sus manos, blandas y delicadas, quedaban hinchadas.

Aunque trabajara a toda prisa, la miseria que sentía al ver a sus compañeros correr y jugar la ahogaba. La injusticia cuando la gente le decía: ¿Por qué tienes esa expresión tan seria?. Esas emociones eran demasiado pesadas para que las afrontara una niña de su edad.

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La Mujer Desconocida
[Curiosidad]

En medio de las sombras silenciosas de la ciudad, un hombre estaba de pie. Su nombre era Félix. Se quedó un buen rato observando los pasos que se movían más allá de la ventana, hasta que finalmente se levantó, se puso el reloj y el traje, y salió de casa con pasos firmes.

Su destino era un edificio alto en medio de la selva de rascacielos, un lugar frecuentado sobre todo por empresarios y oficinistas: un bar de vinos tranquilo y sereno. Félix trabajaba allí como camarero desde hacía ya tres años, y su tiempo transcurría lenta y silenciosamente.

A ese bar acudían a menudo clientes solitarios, que terminaban contándole sus historias. Cuando las personas necesitaban liberar la opresión y el vacío que llevaban dentro, resultaba más fácil hablar con un desconocido como un camarero que con alguien cercano. El tiempo pasaba sin darse cuenta mientras vertían lo que llevaban tiempo reprimiendo.

Una noche lluviosa, Félix salió a trabajar como de costumbre. A través de la gran cristalera, se veían las luces de la ciudad parpadeando entre nubes densas, y dentro del local sonaba música suave acompañada por murmullos de conversaciones. El ambiente estaba especialmente calmado aquella noche, y él mismo sentía como si algo se hundiera dentro de sí.

Pasada la medianoche, la campanilla sonó: “¡Ding!”. Una mujer entró y se sentó frente a Félix. Ella ya había visitado aquel bar en días anteriores, siempre sola, en el extremo de la larga barra, bebiendo en silencio. Sin embargo, esa noche su sitio estaba ocupado, y por primera vez quedó justo frente a él.

Cada vez que venía, su rostro parecía cargado de pensamientos, y su mirada vagaba en el vacío mientras inclinaba la copa. Aunque Félix solo la había observado desde lejos, en sus ojos siempre descubría algo oculto, como si llevaran una historia profunda.

Esa noche no fue diferente. Frente a ella estaba Félix, pero su mirada no lo alcanzaba. Él, en cambio, la observaba discretamente desde un paso atrás. Sus ojos seguían temblorosos, su expresión igual de complicada. Estaban cerca, y al mismo tiempo, distantes. Entre ambos no había más que un silencio espeso.

Un rostro conocido, pero una mujer desconocida.

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El tiempo transcurrió y, tras una, dos, varias copas, su rostro se enrojeció. Justo cuando Félix se inclinaba para recoger su vaso, sus miradas se cruzaron por casualidad, y ambos se detuvieron. Él intentó apartar la vista con una sonrisa incómoda, pero de pronto una voz suave lo alcanzó:

—¿Podrías escucharme un momento?

Era la primera vez que ella hablaba. Y así, Félix comenzó a escuchar con calma.

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Cuando tenía alrededor de doce años, perdió a sus padres en un accidente y, desde entonces, vivió con su abuela, la única familia que le quedaba. La abuela trabajaba sin descanso cultivando y vendiendo sus productos en el mercado, pero económicamente era muy difícil mantenerlas a ambas. Ella tuvo que acostumbrarse a la escasez y adaptarse a un entorno nuevo. El cambio de ambiente en sí mismo era una realidad abrumadora para la niña, pero lo que la oprimía aún más era la ausencia de sus padres.

En un mundo que ya resulta agotador incluso para los adultos, vivir sin padres era siempre doloroso. Cada noche, cuando caía la oscuridad, lloraba por la soledad que la consumía hasta quedar rendida, y cuando al día siguiente volvía a salir el sol, pasaba largos ratos con la mirada perdida porque el día repetido le resultaba insoportable. La abuela, arrastrando su cuerpo cansado, le peinaba y la abrazaba, pero la realidad que enfrentaba aquella niña no podía llenarse sólo con el amor de su abuela.

Los niños de su edad, al terminar las clases, se juntaban para comer tteokbokki o jugar a pillar. Pero ella no tenía dinero, ni amigos, ni tiempo para eso. Tras la escuela debía salir a trabajar para ganar dinero y, desde joven, siguió un camino completamente opuesto al de sus compañeros. El futuro con el que soñaban sus amigos no se le mostraba a ella; mientras ellos miraban hacia adelante y corrían, ella tenía que vivir el día a día.

Al principio empezó con un trabajo repartiendo folletos, pero como necesitaba ganar más, tras las clases entró a trabajar fregando platos en un gran restaurante del barrio. Al entrar en la cocina ajetreada, el aire húmedo y el calor ardiente recibían su frágil cuerpo, y al acabar la jornada sus manos, blandas y delicadas, quedaban hinchadas.

Aunque trabajara a toda prisa, la miseria que sentía al ver a sus compañeros correr y jugar la ahogaba. La injusticia cuando la gente le decía: ¿Por qué tienes esa expresión tan seria?. Esas emociones eran demasiado pesadas para que las afrontara una niña de su edad.

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