—¿Verdad que doy pena?
.
.
.
¿Sería porque los recuerdos del pasado regresaban? Tras unas copas, de sus ojos cayeron, una a una, lágrimas que ya no podía contener.
Félix era, por naturaleza, una persona imperturbable. Cuando otros clientes compartían sus historias, él simplemente las escuchaba sin mostrar alteraciones en sus emociones. Pero esta vez fue diferente. Al principio, sintió compasión por las dificultades que ella había vivido; y cuando vio la sonrisa forzada en sus ojos, sintió una extraña afinidad.
Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal de la ventana. De repente, como si el tiempo se hubiese detenido, comenzaron a asaltarle recuerdos de su propio pasado.
Félix también había nacido en un entorno pobre. En la escuela se divertía con sus amigos, pero al terminar las clases debía ir a la tienda de sus padres para ayudarles con el trabajo. Cuando sus compañeros le invitaban a jugar después de clase, temiendo ser objeto de burlas por su pobreza, fingía estar ocupado y se marchaba a toda prisa, como escapando.
Desde pequeño dibujaba muy bien, y con un gran sentido artístico; por eso sus profesores le recomendaban que ingresara en una escuela de arte. Félix encontraba la mayor alegría y paz en el dibujo, y cuando los maestros le elogiaban, corría emocionado a contárselo a sus padres.
Pero la respuesta de ellos no traía futuro. Con la situación económica de entonces, pagar una escuela de arte resultaba imposible. Aun acariciándole la cabeza y sonriendo con él, le aconsejaban estudiar otra cosa en lugar de arte. Esto acabó por convertirse en un resentimiento hacia sus padres, y así su hoja blanca fue oscureciéndose con el paso del tiempo.
Ya adulto, Félix sobrevivió con trabajos esporádicos, sin grandes cambios. Entre vueltas y tropiezos, acabó de forma casual en el mundo de la coctelería. No era algo bueno, pero tampoco lo peor; y así continuó su vida de barman. Durante años no sintió nada, y su corazón permanecía cerrado al mundo. Sin embargo, al escuchar la historia de ella, sus emociones adormecidas empezaron a agitarse.
Por eso, Félix no supo cómo responder. Sabía que una respuesta torpe o una compasión mal dirigida podían convertirse en flechas aún más dolorosas para alguien con heridas profundas. Ella vació la copa frente a ella y, con un gesto sereno, siguió hablando.
Ella era consciente de que la gente la veía como alguien digna de lástima. Las frases que le repetían —ay, pobrecita, ¿estás bien?, qué pena—, las miradas compasivas, o esos gestos silenciosos en los que no la reprendían aunque cometiera los mismos errores que los demás niños. Todo eso lo había vivido ya innumerables veces.
Pero, curiosamente, el dueño del restaurante donde trabajaba era distinto. Cuando ella se empecinaba o se mostraba perezosa, él la reprendía como lo haría un padre con su hija, enseñándole cómo debía comportarse y manejar sus actitudes en la relación con los demás. Y cuando llegaba su hora de salida, siempre le entregaba una sonrisa amable y un caramelo en la mano.
Aunque era una época en la que no veía ni sueños ni esperanzas, esos gestos estaban cargados de calidez. Gracias a él, volvió a encontrar poco a poco la sonrisa que había olvidado hacía tiempo. Con el paso de los años, al llegar al instituto, ocurrió un hecho muy especial para ella.
El restaurante estaba más atareado que nunca. Uno de los cocineros había tenido que marcharse de repente, y los demás debían cubrir su puesto además del propio. La cocina estaba desbordada, así que era urgente conseguir un ayudante.
El dueño, mirando a su alrededor, la señaló a ella y le confió el puesto, dándole unas breves instrucciones. Por suerte, desde niña había sentido interés por la cocina gracias a los platos de su abuela, así que siguió ágilmente a los cocineros preparando ingredientes y haciendo tareas sencillas. Además, por lo que había aprendido observando mientras fregaba, se encargaba de la limpieza sin que nadie se lo pidiera.
Al final del turno, cuando ya no quedaban clientes, el dueño la llamó a una mesa. Ella, nerviosa, se sentó pensando que quizás había cometido un error o que no le había gustado su manera de trabajar. Pero, al contrario, la razón era que él había visto en ella un talento y un interés especial por la cocina, y quería ofrecerle la oportunidad de ser cocinera.
Sus ojos se abrieron de par en par y su corazón latía sin descanso. No lo dudó: aceptó la propuesta con una emoción desbordante. El dueño incluso le permitió usar la cocina tras el cierre, y así ella se quedaba cada noche practicando hasta tarde.
Con el tiempo, su objetivo se fue volviendo más firme. El calor de su abuela que siempre estuvo a su lado, y la bondad del dueño que le dio fuerzas para resistir los días difíciles. Guardando en su corazón esos recuerdos tan valiosos, soñaba con crear su propia cocina, darla a conocer al mundo y algún día agradecerles todo lo recibido.
Desde entonces, dedicó toda su etapa escolar y juventud a investigar su propio sabor, en lugar de limitarse a seguir recetas ya escritas. Ahorro tras ahorro, reunió el dinero suficiente para obtener un visado que le permitiera abrir un negocio en el extranjero. Y ahora, con poco más de veinte años, está a punto de dar el primer paso de su plan: partir al extranjero.
Y sin embargo, no sabía por qué su corazón latía tan rápido. Eran aquellas emociones que sólo ella había sentido en soledad a lo largo de tantos años; sentimientos profundos y arraigados en su interior. De repente, una tormenta de emociones la golpeaba, y ella trataba de ignorarla llenando el vacío con alcohol.
—¿Verdad que doy pena?
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¿Sería porque los recuerdos del pasado regresaban? Tras unas copas, de sus ojos cayeron, una a una, lágrimas que ya no podía contener.
Félix era, por naturaleza, una persona imperturbable. Cuando otros clientes compartían sus historias, él simplemente las escuchaba sin mostrar alteraciones en sus emociones. Pero esta vez fue diferente. Al principio, sintió compasión por las dificultades que ella había vivido; y cuando vio la sonrisa forzada en sus ojos, sintió una extraña afinidad.
Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal de la ventana. De repente, como si el tiempo se hubiese detenido, comenzaron a asaltarle recuerdos de su propio pasado.
Félix también había nacido en un entorno pobre. En la escuela se divertía con sus amigos, pero al terminar las clases debía ir a la tienda de sus padres para ayudarles con el trabajo. Cuando sus compañeros le invitaban a jugar después de clase, temiendo ser objeto de burlas por su pobreza, fingía estar ocupado y se marchaba a toda prisa, como escapando.
Desde pequeño dibujaba muy bien, y con un gran sentido artístico; por eso sus profesores le recomendaban que ingresara en una escuela de arte. Félix encontraba la mayor alegría y paz en el dibujo, y cuando los maestros le elogiaban, corría emocionado a contárselo a sus padres.
Pero la respuesta de ellos no traía futuro. Con la situación económica de entonces, pagar una escuela de arte resultaba imposible. Aun acariciándole la cabeza y sonriendo con él, le aconsejaban estudiar otra cosa en lugar de arte. Esto acabó por convertirse en un resentimiento hacia sus padres, y así su hoja blanca fue oscureciéndose con el paso del tiempo.
Ya adulto, Félix sobrevivió con trabajos esporádicos, sin grandes cambios. Entre vueltas y tropiezos, acabó de forma casual en el mundo de la coctelería. No era algo bueno, pero tampoco lo peor; y así continuó su vida de barman. Durante años no sintió nada, y su corazón permanecía cerrado al mundo. Sin embargo, al escuchar la historia de ella, sus emociones adormecidas empezaron a agitarse.
Por eso, Félix no supo cómo responder. Sabía que una respuesta torpe o una compasión mal dirigida podían convertirse en flechas aún más dolorosas para alguien con heridas profundas. Ella vació la copa frente a ella y, con un gesto sereno, siguió hablando.
Ella era consciente de que la gente la veía como alguien digna de lástima. Las frases que le repetían —ay, pobrecita, ¿estás bien?, qué pena—, las miradas compasivas, o esos gestos silenciosos en los que no la reprendían aunque cometiera los mismos errores que los demás niños. Todo eso lo había vivido ya innumerables veces.
Pero, curiosamente, el dueño del restaurante donde trabajaba era distinto. Cuando ella se empecinaba o se mostraba perezosa, él la reprendía como lo haría un padre con su hija, enseñándole cómo debía comportarse y manejar sus actitudes en la relación con los demás. Y cuando llegaba su hora de salida, siempre le entregaba una sonrisa amable y un caramelo en la mano.
Aunque era una época en la que no veía ni sueños ni esperanzas, esos gestos estaban cargados de calidez. Gracias a él, volvió a encontrar poco a poco la sonrisa que había olvidado hacía tiempo. Con el paso de los años, al llegar al instituto, ocurrió un hecho muy especial para ella.
El restaurante estaba más atareado que nunca. Uno de los cocineros había tenido que marcharse de repente, y los demás debían cubrir su puesto además del propio. La cocina estaba desbordada, así que era urgente conseguir un ayudante.
El dueño, mirando a su alrededor, la señaló a ella y le confió el puesto, dándole unas breves instrucciones. Por suerte, desde niña había sentido interés por la cocina gracias a los platos de su abuela, así que siguió ágilmente a los cocineros preparando ingredientes y haciendo tareas sencillas. Además, por lo que había aprendido observando mientras fregaba, se encargaba de la limpieza sin que nadie se lo pidiera.
Al final del turno, cuando ya no quedaban clientes, el dueño la llamó a una mesa. Ella, nerviosa, se sentó pensando que quizás había cometido un error o que no le había gustado su manera de trabajar. Pero, al contrario, la razón era que él había visto en ella un talento y un interés especial por la cocina, y quería ofrecerle la oportunidad de ser cocinera.
Sus ojos se abrieron de par en par y su corazón latía sin descanso. No lo dudó: aceptó la propuesta con una emoción desbordante. El dueño incluso le permitió usar la cocina tras el cierre, y así ella se quedaba cada noche practicando hasta tarde.
Con el tiempo, su objetivo se fue volviendo más firme. El calor de su abuela que siempre estuvo a su lado, y la bondad del dueño que le dio fuerzas para resistir los días difíciles. Guardando en su corazón esos recuerdos tan valiosos, soñaba con crear su propia cocina, darla a conocer al mundo y algún día agradecerles todo lo recibido.
Desde entonces, dedicó toda su etapa escolar y juventud a investigar su propio sabor, en lugar de limitarse a seguir recetas ya escritas. Ahorro tras ahorro, reunió el dinero suficiente para obtener un visado que le permitiera abrir un negocio en el extranjero. Y ahora, con poco más de veinte años, está a punto de dar el primer paso de su plan: partir al extranjero.
Y sin embargo, no sabía por qué su corazón latía tan rápido. Eran aquellas emociones que sólo ella había sentido en soledad a lo largo de tantos años; sentimientos profundos y arraigados en su interior. De repente, una tormenta de emociones la golpeaba, y ella trataba de ignorarla llenando el vacío con alcohol.
—¿Verdad que doy pena?
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¿Sería porque los recuerdos del pasado regresaban? Tras unas copas, de sus ojos cayeron, una a una, lágrimas que ya no podía contener.
Félix era, por naturaleza, una persona imperturbable. Cuando otros clientes compartían sus historias, él simplemente las escuchaba sin mostrar alteraciones en sus emociones. Pero esta vez fue diferente. Al principio, sintió compasión por las dificultades que ella había vivido; y cuando vio la sonrisa forzada en sus ojos, sintió una extraña afinidad.
Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal de la ventana. De repente, como si el tiempo se hubiese detenido, comenzaron a asaltarle recuerdos de su propio pasado.
Félix también había nacido en un entorno pobre. En la escuela se divertía con sus amigos, pero al terminar las clases debía ir a la tienda de sus padres para ayudarles con el trabajo. Cuando sus compañeros le invitaban a jugar después de clase, temiendo ser objeto de burlas por su pobreza, fingía estar ocupado y se marchaba a toda prisa, como escapando.
Desde pequeño dibujaba muy bien, y con un gran sentido artístico; por eso sus profesores le recomendaban que ingresara en una escuela de arte. Félix encontraba la mayor alegría y paz en el dibujo, y cuando los maestros le elogiaban, corría emocionado a contárselo a sus padres.
Pero la respuesta de ellos no traía futuro. Con la situación económica de entonces, pagar una escuela de arte resultaba imposible. Aun acariciándole la cabeza y sonriendo con él, le aconsejaban estudiar otra cosa en lugar de arte. Esto acabó por convertirse en un resentimiento hacia sus padres, y así su hoja blanca fue oscureciéndose con el paso del tiempo.
Ya adulto, Félix sobrevivió con trabajos esporádicos, sin grandes cambios. Entre vueltas y tropiezos, acabó de forma casual en el mundo de la coctelería. No era algo bueno, pero tampoco lo peor; y así continuó su vida de barman. Durante años no sintió nada, y su corazón permanecía cerrado al mundo. Sin embargo, al escuchar la historia de ella, sus emociones adormecidas empezaron a agitarse.
Por eso, Félix no supo cómo responder. Sabía que una respuesta torpe o una compasión mal dirigida podían convertirse en flechas aún más dolorosas para alguien con heridas profundas. Ella vació la copa frente a ella y, con un gesto sereno, siguió hablando.
Ella era consciente de que la gente la veía como alguien digna de lástima. Las frases que le repetían —ay, pobrecita, ¿estás bien?, qué pena—, las miradas compasivas, o esos gestos silenciosos en los que no la reprendían aunque cometiera los mismos errores que los demás niños. Todo eso lo había vivido ya innumerables veces.
Pero, curiosamente, el dueño del restaurante donde trabajaba era distinto. Cuando ella se empecinaba o se mostraba perezosa, él la reprendía como lo haría un padre con su hija, enseñándole cómo debía comportarse y manejar sus actitudes en la relación con los demás. Y cuando llegaba su hora de salida, siempre le entregaba una sonrisa amable y un caramelo en la mano.
Aunque era una época en la que no veía ni sueños ni esperanzas, esos gestos estaban cargados de calidez. Gracias a él, volvió a encontrar poco a poco la sonrisa que había olvidado hacía tiempo. Con el paso de los años, al llegar al instituto, ocurrió un hecho muy especial para ella.
El restaurante estaba más atareado que nunca. Uno de los cocineros había tenido que marcharse de repente, y los demás debían cubrir su puesto además del propio. La cocina estaba desbordada, así que era urgente conseguir un ayudante.
El dueño, mirando a su alrededor, la señaló a ella y le confió el puesto, dándole unas breves instrucciones. Por suerte, desde niña había sentido interés por la cocina gracias a los platos de su abuela, así que siguió ágilmente a los cocineros preparando ingredientes y haciendo tareas sencillas. Además, por lo que había aprendido observando mientras fregaba, se encargaba de la limpieza sin que nadie se lo pidiera.
Al final del turno, cuando ya no quedaban clientes, el dueño la llamó a una mesa. Ella, nerviosa, se sentó pensando que quizás había cometido un error o que no le había gustado su manera de trabajar. Pero, al contrario, la razón era que él había visto en ella un talento y un interés especial por la cocina, y quería ofrecerle la oportunidad de ser cocinera.
Sus ojos se abrieron de par en par y su corazón latía sin descanso. No lo dudó: aceptó la propuesta con una emoción desbordante. El dueño incluso le permitió usar la cocina tras el cierre, y así ella se quedaba cada noche practicando hasta tarde.
Con el tiempo, su objetivo se fue volviendo más firme. El calor de su abuela que siempre estuvo a su lado, y la bondad del dueño que le dio fuerzas para resistir los días difíciles. Guardando en su corazón esos recuerdos tan valiosos, soñaba con crear su propia cocina, darla a conocer al mundo y algún día agradecerles todo lo recibido.
Desde entonces, dedicó toda su etapa escolar y juventud a investigar su propio sabor, en lugar de limitarse a seguir recetas ya escritas. Ahorro tras ahorro, reunió el dinero suficiente para obtener un visado que le permitiera abrir un negocio en el extranjero. Y ahora, con poco más de veinte años, está a punto de dar el primer paso de su plan: partir al extranjero.
Y sin embargo, no sabía por qué su corazón latía tan rápido. Eran aquellas emociones que sólo ella había sentido en soledad a lo largo de tantos años; sentimientos profundos y arraigados en su interior. De repente, una tormenta de emociones la golpeaba, y ella trataba de ignorarla llenando el vacío con alcohol.
—¿Verdad que doy pena?
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¿Sería porque los recuerdos del pasado regresaban? Tras unas copas, de sus ojos cayeron, una a una, lágrimas que ya no podía contener.
Félix era, por naturaleza, una persona imperturbable. Cuando otros clientes compartían sus historias, él simplemente las escuchaba sin mostrar alteraciones en sus emociones. Pero esta vez fue diferente. Al principio, sintió compasión por las dificultades que ella había vivido; y cuando vio la sonrisa forzada en sus ojos, sintió una extraña afinidad.
Al levantar la mirada, vio su propio reflejo en el cristal de la ventana. De repente, como si el tiempo se hubiese detenido, comenzaron a asaltarle recuerdos de su propio pasado.
Félix también había nacido en un entorno pobre. En la escuela se divertía con sus amigos, pero al terminar las clases debía ir a la tienda de sus padres para ayudarles con el trabajo. Cuando sus compañeros le invitaban a jugar después de clase, temiendo ser objeto de burlas por su pobreza, fingía estar ocupado y se marchaba a toda prisa, como escapando.
Desde pequeño dibujaba muy bien, y con un gran sentido artístico; por eso sus profesores le recomendaban que ingresara en una escuela de arte. Félix encontraba la mayor alegría y paz en el dibujo, y cuando los maestros le elogiaban, corría emocionado a contárselo a sus padres.
Pero la respuesta de ellos no traía futuro. Con la situación económica de entonces, pagar una escuela de arte resultaba imposible. Aun acariciándole la cabeza y sonriendo con él, le aconsejaban estudiar otra cosa en lugar de arte. Esto acabó por convertirse en un resentimiento hacia sus padres, y así su hoja blanca fue oscureciéndose con el paso del tiempo.
Ya adulto, Félix sobrevivió con trabajos esporádicos, sin grandes cambios. Entre vueltas y tropiezos, acabó de forma casual en el mundo de la coctelería. No era algo bueno, pero tampoco lo peor; y así continuó su vida de barman. Durante años no sintió nada, y su corazón permanecía cerrado al mundo. Sin embargo, al escuchar la historia de ella, sus emociones adormecidas empezaron a agitarse.
Por eso, Félix no supo cómo responder. Sabía que una respuesta torpe o una compasión mal dirigida podían convertirse en flechas aún más dolorosas para alguien con heridas profundas. Ella vació la copa frente a ella y, con un gesto sereno, siguió hablando.
Ella era consciente de que la gente la veía como alguien digna de lástima. Las frases que le repetían —ay, pobrecita, ¿estás bien?, qué pena—, las miradas compasivas, o esos gestos silenciosos en los que no la reprendían aunque cometiera los mismos errores que los demás niños. Todo eso lo había vivido ya innumerables veces.
Pero, curiosamente, el dueño del restaurante donde trabajaba era distinto. Cuando ella se empecinaba o se mostraba perezosa, él la reprendía como lo haría un padre con su hija, enseñándole cómo debía comportarse y manejar sus actitudes en la relación con los demás. Y cuando llegaba su hora de salida, siempre le entregaba una sonrisa amable y un caramelo en la mano.
Aunque era una época en la que no veía ni sueños ni esperanzas, esos gestos estaban cargados de calidez. Gracias a él, volvió a encontrar poco a poco la sonrisa que había olvidado hacía tiempo. Con el paso de los años, al llegar al instituto, ocurrió un hecho muy especial para ella.
El restaurante estaba más atareado que nunca. Uno de los cocineros había tenido que marcharse de repente, y los demás debían cubrir su puesto además del propio. La cocina estaba desbordada, así que era urgente conseguir un ayudante.
El dueño, mirando a su alrededor, la señaló a ella y le confió el puesto, dándole unas breves instrucciones. Por suerte, desde niña había sentido interés por la cocina gracias a los platos de su abuela, así que siguió ágilmente a los cocineros preparando ingredientes y haciendo tareas sencillas. Además, por lo que había aprendido observando mientras fregaba, se encargaba de la limpieza sin que nadie se lo pidiera.
Al final del turno, cuando ya no quedaban clientes, el dueño la llamó a una mesa. Ella, nerviosa, se sentó pensando que quizás había cometido un error o que no le había gustado su manera de trabajar. Pero, al contrario, la razón era que él había visto en ella un talento y un interés especial por la cocina, y quería ofrecerle la oportunidad de ser cocinera.
Sus ojos se abrieron de par en par y su corazón latía sin descanso. No lo dudó: aceptó la propuesta con una emoción desbordante. El dueño incluso le permitió usar la cocina tras el cierre, y así ella se quedaba cada noche practicando hasta tarde.
Con el tiempo, su objetivo se fue volviendo más firme. El calor de su abuela que siempre estuvo a su lado, y la bondad del dueño que le dio fuerzas para resistir los días difíciles. Guardando en su corazón esos recuerdos tan valiosos, soñaba con crear su propia cocina, darla a conocer al mundo y algún día agradecerles todo lo recibido.
Desde entonces, dedicó toda su etapa escolar y juventud a investigar su propio sabor, en lugar de limitarse a seguir recetas ya escritas. Ahorro tras ahorro, reunió el dinero suficiente para obtener un visado que le permitiera abrir un negocio en el extranjero. Y ahora, con poco más de veinte años, está a punto de dar el primer paso de su plan: partir al extranjero.
Y sin embargo, no sabía por qué su corazón latía tan rápido. Eran aquellas emociones que sólo ella había sentido en soledad a lo largo de tantos años; sentimientos profundos y arraigados en su interior. De repente, una tormenta de emociones la golpeaba, y ella trataba de ignorarla llenando el vacío con alcohol.